En Manso nos gustan las cosas simples: el aroma de un café recién hecho, disfrutar de la bruma que viste la tierra en las mañanas y ver cómo los yarumos parecieran ser las canas de la montaña; pero hay una que sentimos como un abrazo al alma, una que nos reconforta y nos invita a hacer una pausa: sentarnos horas a escuchar cuentos y sobretodo, si quienes los cuentan son los abuelos.

Desde que inicié escribiendo en este espacio he tenido un pendiente conmigo misma, una historia guardada en el alma. Buscaba las palabras para escribirla y no las encontraba, porque es, como a mi me gusta decirle: una muy personal y especial. Por eso hoy además de presentarles a través de mis ojos al arriero más viejo de Colombia -según una mención que hay en un cuadro de mi casa- quiero que conozcamos una de las tantas historias y vidas de los hombres que han dedicado sus vidas al cuidado de la tierra y los animales.

Podríamos arrancar diciendo que Gonzalo Cálad -mi abuelo- fue uno de los hombres más importantes para la arriería en el país, que su historia es digna de una miniserie o que fue dueño de uno de los caballos más importantes para la historia del caballo criollo colombiano: Don Danilo, ejemplar que debemos decir, su socio perdió en una partida de dados y que años después ganaría todos los galardones de las asociaciones equinas y que sería declarado como fuera de concurso.

Fue botones en el hotel Europa y el primero en el municipio en tener un carrito de perros calientes, con sangre y pus, como él le decía a la salsa de tomate y a la mostaza respectivamente. Se casó con el amor de su vida, a quien encontró en la sala esperándolo la primera noche que él decidió salir a emborracharse y a quien le dijo:

  • Vea mija, la próxima se acuesta. Vamos es a vivir bueno, ni usted me cela ni yo la celo.

Hablaba duro y cuando escuchaba tangos de seguro podían oírse una cuadra a la redonda, saludaba con un opaa y un gesto con la cabeza, se fracturó la misma pierna en siete ocasiones, por lo que la tenía más cortica que la otra y debía usar unos zapatos especiales. A los 80 años cambió el aguardiente por el whiskey. Una vez empezó tomando vino a las 9 de la mañana, en la tarde se pasó al trago pequeño que se sirve con hielos y remató con unos guaritos, me entenderán cuando les digo que la borrachera le duró 3 días.

Toda la vida trabajó herrando y arrendando bestias -como él solía decirle a los caballos, yeguas y mulas- y nunca se perdió de una cabalgata, hacía arrierías de 10 días en su famosa mula y en una ocasión puso a todos los arrieros que lo acompañaban a rezar los mil jesuses antes de dormir porque era el día de la santa cruz. Siempre me advirtió de no montarme al anca con un hombre, porque si él me quería, debía montarme en la silla delante de él. Jugaba dado y nunca le faltaba el peine en el carriel, donde además tenía un deck de cartas y un papel con el que mi abuela se había quitado el exceso de labial y en el que quedaron sus labios finamente dibujados.

Desde que era una bebé me sacaba a montar a caballo, primero amarrándome con una correa a la silla de montar y luego simplemente estando a mi lado, me llevaba a recorrer veredas, cruzar charcos y tengo el recuerdo de verlo saludando a cuánta persona se nos cruzara en el camino.

Me enseñó del trabajo duro, de la honestidad y del valor de la palabra, esas características que definen tan bien a los hombres y mujeres del campo colombiano. Que se pueden tener mil vidas en una y que no importa qué, siempre se puede dar un paso atrás. Me enseñó que un bocadillo después del almuerzo va al alma y sobretodo, que más sabe el diablo por viejo, que por diablo.

      - En memoria a mi abuelo, Gonzalo Cálad.

 

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