Para empezar a contar esta historia primero debemos hacer un breve viaje a cómo llegó el café a Suramérica, ¿teorías? muchas, pero hoy te contaremos las dos que se nos hacen más fascinantes.

Arranquemos hablando de Gabriel de Clieu -sí, ya sabemos que es un nombre que probablemente olvidarás pero queremos darle el crédito que se merece- un oficial de la armada francesa que después de prestar servicio en Martinica volvió a su país de permiso y allí, por esas cosas del destino, obtuvo un cafeto del jardín botánico de París, uno de esos 
hijos de la rama que el alcalde de Amsterdam le regaló al rey Luis XIV en 1714 y que por años llevaba viviendo en los jardines de las tierras Parisinas. Se dice que al momento de volver a Martinica, Gabriel protegió en una caja de cristal el cafeto y lo mantuvo en cubierta para resguardarlo del agua salada, y que una vez llegó a la isla fue resembrado en Preebar donde años después se habla que había 19 millones de ejemplares.
 

 

Por otro lado está un hombre de apellido Mourges quien era de Cayena, capital de la Guyana Francesa, que además era prófugo de la justicia y se escondía en las tierras de Surinam, donde estaba pasando muchas necesidades así que decidió regresar a su tierra natal, quería convencer al director de la prisión de Cayena para que a su regreso este no le subiera la sentencia a cambio de llevarle semillas de café que para la época ya empezaba a ser muy codiciadas, el hombre aceptó, más por capturarlo que por las semillas, pero con el tiempo se dió cuenta del valor que éstas tenían y terminó por enviarlas a Martinica donde se hicieron mucho más popular. 

¿Cuál es la historia real? No lo sabemos, lo que sí sabemos es que si algo tienen en común ambas historias es la importancia de Martinica, esa pequeña isla ubicada en el caribe para el desarrollo del café en América.

Ahora sí, la llegada a Colombia

Acá la cosa se pone un poco más fácil y todas las teorías apuntan hacia la misma dirección: que es gracias a los Jesuitas que el café llegó a Colombia, ¿pero cómo? ahí sí hay diferentes caminos… pero les contaremos la que para muchos es la verdadera historia.

Se dice que en 1730 viajeros de los Jesuitas trajeron el fruto desde la Guyana pasando por Venezuela y según el libro El Orinoco Ilustrado del sacerdote José Gumilla, en una de sus misiones realizadas en las cercanías a la desembocadura del río Meta en la Orinoquía, pudo ver presencia del producto en la zona.

Puede decirse que la expansión de la planta por todo el territorio se dio de una forma rápida ya que en 1787 Antonio Caballero y Góngora, arzobispo y virrey cuenta en su informe a las autoridades españolas sobre la existencia de cultivos de café en regiones cercanas a Girón, Santander y Muzo, Boyacá. Pero acá nace otra leyenda digna del realismo mágico colombiano, y es que se dice que en Salazar de las Palmas, un pequeño pueblo de Santander se empezó a dar la mayor propagación del cultivo en la zona gracias al sacerdote jesuita Francisco Romero, quien en cada confesión invitaba a sus feligreses a que por cada pecado sembraran un árbol de café y que con este acto tan sencillo, lograrían el perdón de Dios.

Es gracias a la popularidad que tomó el producto en los Santanderes, que en 1850 empezó a darse la propagación de la planta al centro y occidente del país, a los departamentos de Cundinamarca, Antioquia y el antiguo Caldas.

En adelante vinieron épocas difíciles como la crisis del café o hitos históricos como la creación de la Federación Nacional de cafeteros y el “nacimiento” de Juan Valdéz, pero como dirían nuestros ancestros, ni tanto que queme al santo ni tan poco que no lo alumbre, así que esas serán historias para el futuro. Por ahora, nos quedamos con leyendas dignas de estar plasmadas en uno de los libros de García Márquez o una fábula de Rafael Pombo, leyendas de cómo llegó el producto que le ofreció una cara, identidad y razón de ser a nuestro país.

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